“Es alucinante la
cantidad de despilfarro
y prebendas que aceptamos bajo la
excusa de "sanidad" y
"educación". La frase es de Daniel Lacalle, economista
liberal o más bien ultra del liberalismo y reciente
fichaje (¿o no?) de Esperanza Aguirre en su campaña al ayuntamiento de
Madrid. Y es de agradecer la claridad con la que resume el mensaje
clásico del neoliberalismo, como corresponde a esa línea que
encarna Aguirre en el estado español, la de un capitalismo popular
que podría dar lecciones de populismo a Hugo Chavez si no le hubiera
matado la misma enfermedad a la que nuestra cuasi-inmortal candidata
sobrevivió sin apenas inmutarse. Ironías del destino.
Lo que ya es más criticable es que nos
oculte, entre otras cosas, cuál es la verdad completa de las
pretensiones desreguladoras del proyecto neoliberal, que abundan en
la necesidad de privatizar todo pero mantienen fuera de ese criterio
las herramientas del control del estado, judicatura,
recaudación y fuerzas armadas. Así, en los últimos años, los
únicos cuerpos de funcionarios que se han librado de la congelación
han sido precisamente los que ocupan esas funciones, de tal modo que,
mientras las ratios de profesores o médicos por habitante descendía,
cuerpos represivos como el de policía seguían creciendo. Se ha
hablado mucho de esta cuestión, que formulaba Bourdieu en sus
teorización de la “mano derecha” y la “mano izquierda” del
estado, pero la formulación más concreta que conocemos por aquí
nos la da uno de sus discípulos, Loïc Wacquant: El
neoliberalismo supone menos Estado social, pero más Estado penal.
Y de telón de fondo, la crisis, que en
estos años ha ido mutando desde su configuración inicial como
momento de desajuste económico hasta una realidad estable de la que
no parece que vayamos a salir. La crisis ha puesto en
liza todas la tendencias competitivas que el sistema neoliberal venía
azuzando desde hace décadas y ha eliminado las redes de aquello que
en los noventa se llamó estado social; al hacer esto ha desatado
una tensión de consecuencias trágicas, hasta el punto de poner en
riesgo las condiciones de existencia de sectores masivos de la
población. Buena parte de los fenómenos que están sucediendo en
estos años se puede interpretar a la luz de esta situación: el
crecimiento de la desigualdad, la ejecución de desahucios que cada
mes echan a miles de personas a la calle, la marginalización, solo
pueden llevar a la protesta, la movilización y, en último término,
a la deslegitimación del estado. Los grupos dominantes, por supuesto, disponen
de muchos instrumentos para contrarrestar esta situación: la
propaganda masiva, el maquillaje de las políticas más agresivas a
través de concesiones menores, etc. Pero hasta los más
bienpensantes tendrán que reconocer que la más clásica de todas
ellas es el control de la ciudadanía por vía policial y judicial.
Todo lo cual viene a dar un ejemplo evidente de lo que la cita de
Wacquant resume con tanta claridad: que lo que el neoliberalismo
exige es menos estado social y más estado penal. Cosa que, además,
ni siquiera es una posición política, sino más bien un exigencia;
ya que si el estado no asume la protección de las necesidades
mínimas de la población, puede esperarse una reacción poco
amistosa de la población. Y como ejemplo, la PAH, que viene a
demostrar que si quieren echar a una persona de su casa acabarán
encontrándose con gente organizada para, simple y llanamente,
bloquear el acceso. Y entonces sólo se podrá ejecutar el desahucio
con la participación de la policía y los juzgados.
A medio plazo, la crisis no va a pasar,
porque como se viene diciendo desde hace tiempo, no es una crisis de
sistema financiero, ni hipotecaria, ni de crédito; es una crisis de
civilización. O, para decirlo de forma menos grandilocuente: lo que
está en crisis es nuestra forma cotidiana de vivir, la forma en la
que nuestra sociedad genera valor, socializa, consume, se reproduce.
Y porque además, o mejor dicho, como consecuencia de esa forma de
desarrollo, tenemos encima – literalmente encima – una
degradación ecológica brutal, en términos que nuestra sociedad, y
mucho menos las clases dominantes, no alcanza a concebir, y ante la
cual sólo plantea una huida hacia delante, caiga quien caiga. En esta huida, la regresión social "y el «puño de hierro» de un aparato
penal intrusivo e hiperactivo" serán parte de la reacción normal del estado. Así
que lo que nos espera es una crisis continuada con saltos, con
agitación y con pequeñas o grandes victorias como la de Grecia, con
decepciones y mucho sufrimiento. Si esta lectura es cierta – ojalá
no lo sea – la ley mordaza no es un gran hito en sí misma. Más
bien es un síntoma de lo que está por venir. La revolución, claro
está, es cada día más imprescindible.
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