Un análisis de Sebastián Lavezzolo publicado ayer en eldiario.es
evalúa los datos sobre las expectativas políticas de los españoles y su
posicionamiento electoral y examina el panorama electoral, esbozando las
estrategias de los que aparentemente parecen los grandes partidos en la batalla
por el poder. No deja de ser interesante, por supuesto, pero nos llama
especialmente la atención la perspectiva el autor, que, en su texto, parece
asumir que lo político es lo electoral. Más concretamente: que todo lo político
es lo electoral. Como vota un ciudadano, como se percibe a sí mismo un
ciudadano en función de a qué partido votará.
No es el único, claro. En realidad, si le echamos un ojo al
panorama de la tramado social de los barrios de una ciudad como Madrid, habrá
que reconocer que lo que hace Lavezzolo no es más que asumir lo que de hecho
sucede en las calles. Un pequeño porcentaje de ciudadanos se moviliza, mientras
la mayoría limita su actividad política y social – algún día feliz dejaremos
de establecer esa separación – a votar cuando corresponde después de, en el
mejor de los casos, haberse formado una opinión con la información que tenga a
mano.
Hay un vínculo directo entre esta realidad política y la
ideología dominante. Los teóricos políticos del liberalismo, efectivamente, lo
han abordado en esta línea desde que allá en el siglo XIX Constant escribiera
su ensayo De
la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos con su lapidaria sentencia: “[…] nosotros ya no podemos disfrutar
de la libertad de los antiguos, que consistía en la participación activa y continua en el poder colectivo. Nuestra libertad debe consistir en el
disfrute apacible de la independencia privada”. La proyección de esta sentencia
en nuestras sociedades es fácil: olvídese de decidir, encienda el televisor,
haga las compras y pase un rato en el gimnasio cada día. Sólo una desconexión
tan brutal ha podido permitir que seamos tan dóciles; sólo esta desidia hace
posible que una ley autorice la expulsión de una persona del país sin darle
tiempo a pronunciar su nombre, que nuestro trabajo sea esquilmado cada día por
fuerzas que tienen un rostro visible, que nuestro territorio y el de millones
de pobres sea depredado hasta no dejar nada.
Por eso
la posibilidad de una política que no sea una gestión de lo colectivo en favor de lo privado, necesita también – o incluso, necesita sobre todo – las asociaciones del
barrio. Los huertos urbanos, los talleres de bicis, las asambleas
populares. Y pasa también por la participación de estas asociaciones en la
política general: que no sirvan de excusa, una vez más, para no hacer política,
sino para hacerla de verdad. ¡Qué política de masas sería esa! La revolución
vendría luego sin necesidad de talleres sobre octubre del 17.
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