Hay un concepto disctido, el de Razón
(así escrito, con mayúsculas) que nos sigue desde la Ilustración
con unas peculiares descripciones: es esquivo, omnipresente,
iluminador y totalitario. Por supuesto, la idea de razón viene de
antes, de muy lejos: la razón es el logos, la razón es la ratio y
tantas cosas. Pero esa razón iluminadora, universal, todopoderosa y
cartesiana, es hija legítima de la Ilustración. De esa es de la que
decimos que es esquiva, porque no hay definición que la acote, y y
sin embargo omnipresente, porque no hay ámbito sobre el que no tenga
dominio. Y decimos que es iluminadora, como podríamos decir que es
liberadora, antidogmática, o que ninguna democracia es posible sin
ella. Entonces, ¿cómo podemos decir que es totalitaria? O incluso:
¿cómo podríamos no decirlo, si si todo lo abarca y para todo tiene
un veredicto?
Muchos han emprendido la crítica de la
razón, empezando por el mayor filósofo ilustrado y hasta hoy día.
En fechas recientes, en un seminario sobre temas en principio ajenos
a estos asuntos, un profesor recordaba uno de los legados más duros
de la filosofía del siglo XX: el dictamen que asume que la razón es
intrínsecamente violenta, que la razón es totalitaria. Ciertamente,
esto se encuentra en buena parte de la crítica de la Escuela de
Frankfurt, aunque también se encuentran en su discurso los elementos
necesarios para rearmar el proyecto ilustrado de la modernidad. Y no
son los únicos: post-estructuralistas y también han emprendido el
camino de la crítica y desmantelamiento de la centralidad de la
razón.
Todos estos razonamientos, por
supuesto, son perfectamente legítimos. Pero se nos hace necesario
que vengan acompañados de una alternativa, porque frente a la razón
siempre se presenta el discurso de la necesidad: estamos viéndolo, y
pagándolo, en estos días en los que los que no hay día que no
escuchemos que los distintos ataques a los derechos básicos son “lo
que hay que hacer”, con su famoso precedente en el “there is no
alternative” de Tatcher. Y entonces sí que estamos ante el régimen
totalitario, explícito y sin traba.
La razón ilustrada, posiblemente,
apuntaba demasiado alto y con demasiada fe a unos ideales cuyo
cumplimiento podría llevarnos a la pesadilla – es sabido que el
vieja de la utopía a distopía no es tan improbable como podría
pensarse. Pero sobre este asunto no debemos olvidar que, como afirma
Carlos Gómez Sánchez:
La pretensión de vivir sin ideales es una pretensión esgrimida siempre por la política conservadora, la cual parece olvidar que el lema de atenerse a “lo que las cosas son” es ya de por si un ideal, además de una farsa.
Y nadie – nadie que piense
mínimamente despacio y con rigor – quiere huir de los peligros de
la razón entregándose a una farsa – a no ser, claro está, que en
esta farsa saque burdo provecho.
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