viernes, 24 de mayo de 2013

Razón, violencia

Hay un concepto disctido, el de Razón (así escrito, con mayúsculas) que nos sigue desde la Ilustración con unas peculiares descripciones: es esquivo, omnipresente, iluminador y totalitario. Por supuesto, la idea de razón viene de antes, de muy lejos: la razón es el logos, la razón es la ratio y tantas cosas. Pero esa razón iluminadora, universal, todopoderosa y cartesiana, es hija legítima de la Ilustración. De esa es de la que decimos que es esquiva, porque no hay definición que la acote, y y sin embargo omnipresente, porque no hay ámbito sobre el que no tenga dominio. Y decimos que es iluminadora, como podríamos decir que es liberadora, antidogmática, o que ninguna democracia es posible sin ella. Entonces, ¿cómo podemos decir que es totalitaria? O incluso: ¿cómo podríamos no decirlo, si si todo lo abarca y para todo tiene un veredicto?

Muchos han emprendido la crítica de la razón, empezando por el mayor filósofo ilustrado y hasta hoy día. En fechas recientes, en un seminario sobre temas en principio ajenos a estos asuntos, un profesor recordaba uno de los legados más duros de la filosofía del siglo XX: el dictamen que asume que la razón es intrínsecamente violenta, que la razón es totalitaria. Ciertamente, esto se encuentra en buena parte de la crítica de la Escuela de Frankfurt, aunque también se encuentran en su discurso los elementos necesarios para rearmar el proyecto ilustrado de la modernidad. Y no son los únicos: post-estructuralistas y también han emprendido el camino de la crítica y desmantelamiento de la centralidad de la razón.

Todos estos razonamientos, por supuesto, son perfectamente legítimos. Pero se nos hace necesario que vengan acompañados de una alternativa, porque frente a la razón siempre se presenta el discurso de la necesidad: estamos viéndolo, y pagándolo, en estos días en los que los que no hay día que no escuchemos que los distintos ataques a los derechos básicos son “lo que hay que hacer”, con su famoso precedente en el “there is no alternative” de Tatcher. Y entonces sí que estamos ante el régimen totalitario, explícito y sin traba.

La razón ilustrada, posiblemente, apuntaba demasiado alto y con demasiada fe a unos ideales cuyo cumplimiento podría llevarnos a la pesadilla – es sabido que el vieja de la utopía a distopía no es tan improbable como podría pensarse. Pero sobre este asunto no debemos olvidar que, como afirma Carlos Gómez Sánchez:
La pretensión de vivir sin ideales es una pretensión esgrimida siempre por la política conservadora, la cual parece olvidar que el lema de atenerse a “lo que las cosas son” es ya de por si un ideal, además de una farsa.
Y nadie – nadie que piense mínimamente despacio y con rigor – quiere huir de los peligros de la razón entregándose a una farsa – a no ser, claro está, que en esta farsa saque burdo provecho.

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