Una librería perteneciente a una
gran cadena, en estos días, pone en marcha la siguiente forma de
venta: vuelca en un catálogo electrónico los registros de todos los
libros en venta, tenga o no ejemplares de esos libros (nunca tiene
ejemplares de todo: es físicamente imposible y comercialmente poco
rentable). Esto le permite tener un amplio catálogo de venta
eliminando los costes del almacenamiento y transporte, que son los
más altos en las cadenas de negocio, pero produce una enorme
frustración en el usuario que adquiere un ejemplar y se encuentra
con la desagradable sorpresa de que carecen del mismo y tiene que
esperar a que el distribuidor lo envíe, lo que puede llevar varias
semanas.
Un librero convencional, por lo
general, no utiliza este tipo de prácticas de negocio; más bien se
guía por los principios opuestos: mantiene un fondo almacenado en su
local, y eso es lo que vende. Aún hoy, hay libreros que apuntan el
teléfono del cliente y le llaman si éste ha ido a preguntar por un
libro que no tenían, lo cual es justo lo contrario de lo que hemos
descrito en el primer párrafo.
Los libreros, convencionales o no,
tienen que ganarse la vida vendiendo libros; la diferencia parece
estar en el modelo de negocio que adoptan unos y otros, y en
la idea de cliente que proyectan, el de un comprador que interesa en
la medida en la que realiza un gasto en mi negocio o el de un persona
que utiliza un servicio y paga un coste por él.
Y tenemos que admitir que el modelo
que se corresponde con nuestra sociedad es el primero, el de
cliente-masa.
En una perspectiva civilizatoria,
cultural, nos haría falta generar conceptos que focalicen en el
aspecto humano, y construir dinámicas a partir de ellos; lo que los
antropólogos llamarían prácticas bien-adaptantes.
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