martes, 8 de enero de 2013

Fascismos, cambio y transición

Eric Hobsbawm, en su Historia del siglo XX (Barcelona: Crítica, 2004), hace una narración implicada y lúcida del siglo pasado con el aporte añadido de ser la historia escrita por un participante. En esta redacción, en estos días, nos llama la atención especialmente su relato del periodo de entreguerras y del ambiente político y social en el que surgió el fascismo por la relativa falta de preocupación con la que se vivió y las consecuencias que trajo.

Los partidos fascistas propiamente dichos, el italiano y el alemán, fueron observados como agitadores políticos e, incluso después de la Marcha sobre Roma que llevó a Mussolini al poder, tolerados por los conservadores, que incluso se apoyaron en ellos cuando les fue conveniente. Pero lo más sorprendente es quizá el tiempo que tardaron los movimientos de izquierda – de todo el ámbito de la izquierda – y de centro en focalizar el fascismo como enemigo principal. En cierto modo, el lector del siglo XXI recibe estos datos con perplejidad porque el fascismo ha pasado a ser identificado con el mal político por excelencia, mientras que en el momento en el que surge trae la forma de una novedad, pero aún teniendo en cuenta esta diferencia cuesta entender porqué los europeos de principios del XX, mucho más movilizados políticamente que nosotros, reaccionaron tan tardiamente ante un movimiento abiertamente racista, violento y militarista.

Se puede hacer una lectura similar en lo que se refiere a la política institucional. Churchill vio con buenos ojos a Mussoolini, y no consideró el fascismo como una amenaza hasta que Hitler hizo de Alemania una potencia expansiva, militarizada y fuera del juego político-diplomático de los demás gobiernos europeos. Los jefes de gobierno de Francia y Alemania aceptaron los acuerdos de Munich sin pestañear, como si la cesión de territorios checos fuera a calmar la tendencia expansionista de Hitler. Sólo la URSS percibió  tempranamente el peligro del fascismo, pero eso ni impidió a Stalin firmar el vergonzoso Pacto de No Agresión. Por supuesto, había un interés político, pero lo sorprendente no es que lo hubiera, sino que les impidiera ver la posibilidad que en pocos años habría de ser dramáticamente cierta, esto es, que la actitud pactista daba al fascismo un margen de maniobra que le permitía aumentar su poder, establecer vínculos sólidos con otros estados gobernados por la ultraderecha y desencadenar la Segunda Guerra Mundial.

Es esta falta de consciencia la que nos hace dudar, puesto que nos lleva a pensar si eso sería posible hoy, e incluso, si está siendo posible en el mundo contemporáneo. Es cierto que hay diferencias radicales: por una parte, la sociedad europea de principios del siglo XX estaba fuertemente militarizada desde su base, ya que media Europa había estado en conflicto y el porcentaje de civiles que había combatido en la distintas guerras, y sobre todo en la Primera Guerra Mundial, era enorme; por otra parte, los movimientos de revolución social asociados al comunismo eran percibidos como una amenaza, amenaza no sólo real sino también inminente. Ninguna de estas dos cosas sucede hoy día. Pero también hay algunos paralelismos: la brutal crisis económica del 29 ha sido comparada sistemáticamente con la que vivimos actualmente, y la sensación de cambio global e inestabilidad era igualmente percibida como un amenaza, tal y como sucede hoy día. La historia, por supuesto, no se repite, pero tal vez deberíamos preguntarnos – ahora que la derecha y la ultraderecha gobiernan en una enorme mayoría de países europeos – si no hay signos de un fascismo de nueva cuña en ascenso mientras seguimos luchando contra los conservadores de toda la vida.

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