viernes, 9 de noviembre de 2012

¿Es razonable una huelga?

En la clásica lucha de los trabajadores frente a los patronos, las huelgas suponían el arma más importante para conseguir y defender sus derechos laborales. Si se daba el caso de una huelga general, este arma podía ser tan fuerte como para bloquear, literalmente, la capacidad productiva del Estado, y forzar a sus responsables políticos empresariales a buscar soluciones negociadas, lo que tenía, además, el añadido del miedo: el miedo en el cuerpo de quienes tenían el poder.

Muchas cosas han cambiado desde que las huelgas fueran, allá por el siglo XIX y buena parte del XX, un instrumento de indudable eficacia. Entre otras cosas, el capitalismo ha evolucionado desde lo industrial a lo financiero, y hoy día un puñado de trabajadores bien pagados puede mantener buena parte de los servicios productivos, ya que la financiarización, auxiliada por la tenología, ha reducido la dependencia de la mano de obra masiva. Entre otras cosas, porque el capitalismo se ha hecho popular, y casi todos nos sentimos trabajadores, pero también compradores, consumidores, conductores de vehículos más o menos caros y maniquíes de moda de temporada. Y, claro está, se nos hace impropio hacer huelga, porque no somos tan proletarios: nos gusta más sentirnos “clase media”. Y, entre otras cosas, porque todo esto ha hecho que perdamos el poder del miedo que generaban las protestas sociales en los poderosos, como bien explica Josep Fontana. Esto, entre otras cosas.

No es de extrañar, entonces, que haya quien se piense dos veces lo razonable de una huelga. Su eficiencia, sin duda, se ha reducido, y con ella su alcance, ya que cuanto menos útiles resultan, más gente renuncia a participar.

A favor de las huelgas nos quedan algunos argumentos. Son motivo de encuentro para quienes, en su centro de trabajo o en su barrio, se movilizan y participan; son jornadas en las que se refuerza el movimiento de lucha, se reafirma lo colectivo y se transmiten fuerzas. Las huelgas canalizan de forma visible y clara la respuesta y la exigencia de alternativas.

La cuestión que se plantea a primera vista es evidente: en este escenario de motivos por los que desinteresarse por las huelgas o, por el contrario, participar en ellas, ¿cuál es la mejor opción? Esta es una cuestión en la que cada uno podrá sacar, sin dificultades, sus propias conclusiones.

Pero, además, se nos ocurre una segunda forma de plantearnos este asunto. Todos nuestros argumentos contra la huelga son de orden práctico: ponen en duda su eficiencia, la adecuación de la actuación como medio para alcanzar un fin. Los economistas teóricos descartarían inmediatamente la huelga como racionalmente despreciable, siguiendo los criterios de la razón como solucionadora de problemas. No obstante, si decidiéramos así, acabaríamos siendo lo que Amartya Sen llama “imbéciles racionales”. Nos haríamos incapaces de determinar nuestros propios objetivos al utilizar nuestra razón como una máquina de resolver problemas. En términos filosóficos, instrumentalizaríamos nuestra razón.
 
Muchos teóricos de la ciencia y muchos filósofos han intentando y siguen intentando resolver el tema de la racionalidad, pero, por el camino, podríamos dar un paso abordando el tema de la razonabilidad de la huelga – y de otras muchas cosas – desde una perspectiva diferente a su eficiencia. Así, la huelga podría ser una forma de negarse a aceptar una realidad economicista, hipertecnologica, tecnocrática y autoritaria, y de exigir alternativas. El discurso resultante podría contener algunas inconsistencias, pero sería propio, autónomo, en construcción y, por lo tanto, no estaría sujeto a su instrumentalizacion por el poder.

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