Poco después del 25-S, y unos días antes de la convocatoria de huelga
general para el próximo 14 de noviembre, Belén Barreiro, presidenta del CIS
durante la segunda legislatura de Zapatero y socióloga de prestigio con gran
influencia en el entorno del PSOE, publicaba en El País un
artículo a propósito de la crisis política y económica generaliza en el estado
español. A Barreiro parece preocuparle la distancia que se ha establecido
entre las instituciones y los ciudadanos, especialmente porque afecta a todas
las instituciones en lo que se refiere a credibilidad. Este descrédito tiene su
origen en la creencia de que los efectos de la crisis no han sido
distribuidos con equidad, y en la percepción de que "la opinión de
los ciudadanos ha contado demasiado poco". Todo ello, unido al crecimiento
de la pobreza, desemboca en una fractura social, y lleva a Barreiro a formular
una advertencia: las instituciones políticas y económicas deberían darse por
aludidas, y recordar que puede llegar un momento en el que los ciudadanos no
tengan nada que perder en una confrontación con dichas instituciones.
Otro insigne
académico, Gabriel Tortella, publicó, en el mismo diario, allá por 2006, un
artículo titulado "Demasiada
democracia". No nos enredaremos detallando sus argumentos: simple y
llanamente, Tortella afirma que la democracia está viciada por su dependencia
de las incoherencias sistemáticas que cometemos las personas al tomar
decisiones colectivas y, por lo tanto, el sistema debería modificarse para
fortalecer las instituciones que están al margen de la política, dirigiéndose a
un modelo en el que no se avanza en democracia sino que, por el contrario,
reduce la cuota de poder democrático.
Lo curioso, y lo
que nos hace relacionar ambos artículos, es la peculiar concepción que sus
autores establecen entre política e instituciones. En el artículo de Barreiro
parece subyacer la idea de que instituciones y democracia van forzosamente
juntas, como si sólo las instituciones pudieran hacer política; entonces, es
lógico que se preocupe por el descrédito de las mismas. Sin embargo, su
artículo no menciona en ningún momento la democratización de estas entidades,
sino la recuperación de su credibilidad. Para Tortella, en cambio, las instituciones
son lo opuesto a la política, y deberían reforzarse frente a ella, aunque esto
suponga una pérdida democrática. Casualmente, dos
caminos aparentemente tan diversos acaban por elaborar dos discursos que
refuerzan la credibilidad de las instituciones, bien sea porque son el único
canal para la democracia o porque lo son para la gobernabilidad.
Lo que nos parece
representativo es que estos dos textos, publicados en el diario nacional de
mayor tirada, son reflejo de dos posiciones que podemos observar en los voceros
de la política oficial: la democracia es un caos y hay que controlarla
(tecnócratas y liberales), o bien, la democracia está en crisis y hay que
conseguir que la gente vuelva a tener confianza en ella (socialdemócratas y
socioliberales):
Cualquier
alternativa a estos dos discursos está al margen de la política oficial (y esto
quiere decir: de sus portavoces, de los grandes medios, de las tan traídas y
llevadas instituciones, etc.). Pero eso no impide que múltiples alternativas
busquen sus propios altavoces, como han demostrado recientemente el 15-M y el
25-S. Incluso podríamos decir que casi todas las protestas y movilizaciones
desde el estallido de la crisis hasta ahora vienen reclamando más visibilidad
para las alternativas. Esto es: más política. Nadie se ha manifestado contra el
BCE o a favor del Senado; se han manifestado, y repetidas veces, contra la
política de austeridad, a favor de la sanidad y la educación, contra la
precarización del trabajo.
Podríamos tener la
sensación de que esto es una reivindicación de la capacidad popular de hacer
política, frente a las derivas técnicas de ciertas organizaciones o frente a la
(interesada) incapacidad democrática de otras. Podríamos incluso tener la
sensación de que hay quien no quiere entenderlo.
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