martes, 8 de diciembre de 2015

La ley como totem, el estado de derecho como religión

La antropología define los totem como aquellos elementos que, dentro de una sociedad, representan valores superiores con los que se identifica la sociedad. La religión ya es más complicada, pero en cualquier caso suele haber coincidencia en que uno de sus rasgos centrales es proporcionar una visión del mundo. Va mucho más allá que un tótem, es una forma de ver la realidad. Las religiones y los totems presentan varios problemas centrales frente a los proyectos de desarrollo autónomo del ser humano, el principal, que constituyen una respuesta a la necesidad, absolutamente humana de comprender o al menos dar un esbozo de comprensión de lo que nos sucede, pero lo hacen sin una reflexión real sobre la misma realidad a la que pretenden dar respuesta. Son construcciones ideológicas con un alto nivel especulativo, pero no contienen una respuesta construida sobre las necesidades y expectativas de las personas. Y por eso mismo no son rebatibles racionalmente: se construyen como grandes marcos que explican la razón de ser de las cosas sin necesidad de entrar a discutir sobre las mismas. Por añadidura, su fundamentación está basada en la angustia ante lo incomprensible y responde a una necesidad muy humana de normalidad y seguridad. Cuando las verdades religiosas llegan a establecerse, es muy difícil modificarlos, porque los seres humanos tenemos aversión a cuestionar aquello en lo que se fundamenta nuestra seguridad.

Algo así parece estar pasándonos con la ley y el estado de derecho. Ambos son manifestaciones elaboradas de las relaciones sociales, pero su base no responde a la realidad misma de esas relaciones. Son elementos que se han vuelto fetiches, esto es: elementos desligados de la realidad que se configuran como si fueran un fin en sí mismos, y no una herramienta para la vida social. La ley es un norma validada mediante mecanismos políticos de legitimación. El estado de derecho es el garante de que la legalidad en su conjunto se mantiene, dando estabilidad al sistema. Pero ninguno de estos dos elementos son mecanismos de justicia en sí mismos: lo serían si funcionaran como herramientas de una sociedad madura que decide por sí misma y se autoimpone leyes justas, atendiendo a las necesidades objetivas de las personas. Los contratos, sin ir más lejos, son buen reflejo de esto; cuando una persona que sufre una situación personal límite se enfrenta a una hipoteca, no lo hace en las mismas condiciones que una persona en buenas condiciones que dispone de una renta abultada y puede hacerse asesorar por abogados antes de cada transacción. La ley, sin embargo, dice que sí, y se le aplica igualmente al que firmó su hipoteca después de un amplio estudio y en condiciones óptimas que a la persona que firmó sin la capacidad de evaluar adecuadamente las obligaciones que adquiría. Por supuesto, los defensores de la ley nos dirán que estaba en su derecho de no firmar, pero lo cierto es que esa libertad estaba enormemente condicionada. También es cierto que la ley prohibe a cualquiera dormir en los parques, pero lo cierto es que esa ley no obliga igual a quien tiene una buena casa que a quién ha sido desahuciado. La legalidad, el estado de derecho, defienden a todos por igual, pero sólo en tanto que hacen uso de su libertad en ciertas formas, casualmente coincidenes con las formas de vida de los estamentos privilegiados. Y es que la ley es igual, pero no igualitaria. Detrás del aparato del estado, de la ley y del gobierno, están los intereses de una parte de la población, una muy pequeña parte, que impone las condiciones sociales y políticas que le convienen. No hace falta irse muy lejos para verlo: en este mismo tema de la vivienda, las condiciones legalmente aplicables están evidentemente sesgadas hacia el interés del sector bancario, que impone su posición de fuerza para garantizar sus intereses. El sistema de derecho sigue siendo el mismo para todos, pero si quiere usted disfrutarlo primero tendrá que alcanzar la alegre posición de los banqueros.

A pesar de todo, la ley y el estado de derecho siguen gozando de un prestigio que no les corresponde. El imperio de la ley – como le gusta decir a los juristas – sigue teniendo defensores acérrimos que, una y otra vez, defienden la legalidad contra viento y marea. Nos cuesta mucho, mucho, cuestionar nuestra visión del mundo, y la relación de fuerzas en el modelo social en el que vivimos es tal que han conseguido que la legalidad sea aceptada como elemento fundamental de una sociedad, incluso por parte de aquellos sectores a los que más perjudica. Así la ley se ha convertido en un totem, lo intocable, y el estado de derecho, en nuestra visión del mundo. Las nuevas formas de hacer política y su formulación orgánica en las instituciones deben ser capaces de cuestionar esa visión del mundo, porque si renunciamos a hacerlo estaremos dejando intacto el edificio sociológico e institucional del neoliberalismo. Si no conseguimos cuestionar esa religiosidad profana que mantiene el sistema intacto estaremos dejando la tarea fundamental sin hacer. Y en tiempos de crisis brutal como estos, la cuestión se traduce en resultados igualmente brutales: cuando una persona se queda en la calle y acaba ocupando una vivienda, respetar el totem de la ley significa echar a esa persona a la calle. Recordemos que la ley sólo dice que está prohibido dormir en los parques, pero eso no afecta a los accionistas del sector financiero. Dejar a esa persona en la calle es lo legal, lo que mandan la ley y el estado de derecho. La cuestión es decidir si respetaremos esa religión o nos decidiremos a superarla para alcanzar un sistema que tenga algo que decir sobre las necesidades y expectativas de las personas.

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