La antropología define los totem como
aquellos elementos que, dentro de una sociedad, representan valores
superiores con los que se identifica la sociedad. La religión ya es
más complicada, pero en cualquier caso suele haber coincidencia en
que uno de sus rasgos centrales es proporcionar una visión del
mundo. Va mucho más allá que un tótem, es una forma de ver la
realidad. Las religiones y los totems presentan varios problemas
centrales frente a los proyectos de desarrollo autónomo del ser
humano, el principal, que constituyen una respuesta a la necesidad,
absolutamente humana de comprender o al menos dar un esbozo de
comprensión de lo que nos sucede, pero lo hacen sin una reflexión
real sobre la misma realidad a la que pretenden dar respuesta. Son
construcciones ideológicas con un alto nivel especulativo, pero no
contienen una respuesta construida sobre las necesidades y
expectativas de las personas. Y por eso mismo no son rebatibles
racionalmente: se construyen como grandes marcos que explican la
razón de ser de las cosas sin necesidad de entrar a discutir sobre
las mismas. Por añadidura, su fundamentación está basada en la
angustia ante lo incomprensible y responde a una necesidad muy humana
de normalidad y seguridad. Cuando las verdades religiosas llegan a
establecerse, es muy difícil modificarlos, porque los seres humanos
tenemos aversión a cuestionar aquello en lo que se fundamenta
nuestra seguridad.
Algo así parece estar pasándonos con
la ley y el estado de derecho. Ambos son manifestaciones elaboradas
de las relaciones sociales, pero su base no responde a la realidad
misma de esas relaciones. Son elementos que se han vuelto fetiches,
esto es: elementos desligados de la realidad que se configuran como
si fueran un fin en sí mismos, y no una herramienta para la vida
social. La ley es un norma validada mediante mecanismos políticos de
legitimación. El estado de derecho es el garante de que la legalidad
en su conjunto se mantiene, dando estabilidad al sistema. Pero
ninguno de estos dos elementos son mecanismos de justicia en sí
mismos: lo serían si funcionaran como herramientas de una sociedad
madura que decide por sí misma y se autoimpone leyes justas,
atendiendo a las necesidades objetivas de las personas. Los
contratos, sin ir más lejos, son buen reflejo de esto; cuando una
persona que sufre una situación personal límite se enfrenta a una
hipoteca, no lo hace en las mismas condiciones que una persona en
buenas condiciones que dispone de una renta abultada y puede hacerse
asesorar por abogados antes de cada transacción. La ley, sin
embargo, dice que sí, y se le aplica igualmente al que firmó su
hipoteca después de un amplio estudio y en condiciones óptimas que
a la persona que firmó sin la capacidad de evaluar adecuadamente las
obligaciones que adquiría. Por supuesto, los defensores de la ley
nos dirán que estaba en su derecho de no firmar, pero lo cierto es
que esa libertad estaba enormemente condicionada. También es cierto
que la ley prohibe a cualquiera dormir en los parques, pero lo cierto
es que esa ley no obliga igual a quien tiene una buena casa que a
quién ha sido desahuciado. La legalidad, el estado de derecho,
defienden a todos por igual, pero sólo en tanto que hacen uso de su
libertad en ciertas formas, casualmente coincidenes con las formas de
vida de los estamentos privilegiados. Y es que la ley es igual, pero
no igualitaria. Detrás del aparato del estado, de la ley y del
gobierno, están los intereses de una parte de la población, una muy
pequeña parte, que impone las condiciones sociales y políticas que
le convienen. No hace falta irse muy lejos para verlo: en este mismo
tema de la vivienda, las condiciones legalmente aplicables están
evidentemente sesgadas hacia el interés del sector bancario, que
impone su posición de fuerza para garantizar sus intereses. El
sistema de derecho sigue siendo el mismo para todos, pero si quiere
usted disfrutarlo primero tendrá que alcanzar la alegre posición de
los banqueros.
A pesar de todo, la ley y el estado de
derecho siguen gozando de un prestigio que no les corresponde. El
imperio de la ley – como le gusta decir a los juristas – sigue
teniendo defensores acérrimos que, una y otra vez, defienden la
legalidad contra viento y marea. Nos cuesta mucho, mucho, cuestionar
nuestra visión del mundo, y la relación de fuerzas en el modelo
social en el que vivimos es tal que han conseguido que la legalidad
sea aceptada como elemento fundamental de una sociedad, incluso por
parte de aquellos sectores a los que más perjudica. Así la ley se
ha convertido en un totem, lo intocable, y el estado de derecho, en
nuestra visión del mundo. Las nuevas formas de hacer política y su
formulación orgánica en las instituciones deben ser capaces de
cuestionar esa visión del mundo, porque si renunciamos a hacerlo
estaremos dejando intacto el edificio sociológico e institucional
del neoliberalismo. Si no conseguimos cuestionar esa religiosidad
profana que mantiene el sistema intacto estaremos dejando la tarea
fundamental sin hacer. Y en tiempos de crisis brutal como estos, la
cuestión se traduce en resultados igualmente brutales: cuando una
persona se queda en la calle y acaba ocupando una vivienda, respetar
el totem de la ley significa echar a esa persona a la calle.
Recordemos que la ley sólo dice que está prohibido dormir en los
parques, pero eso no afecta a los accionistas del sector financiero.
Dejar a esa persona en la calle es lo legal, lo que mandan la ley y
el estado de derecho. La cuestión es decidir si respetaremos esa
religión o nos decidiremos a superarla para alcanzar un sistema que
tenga algo que decir sobre las necesidades y expectativas de las
personas.
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