Seguramente hemos leído mucho sobre la compleja
realidad social que describen los gurús de la posmodernidad, sobre
las micropolíticas de aquel señor francés llamado Foucault que se
ha acabado convirtiendo en el paradigma de intelectual contemporáneo
y que fue capaz de rastrear los rastros de la dominación en entornos
en los que hasta entonces poca gente los había buscado. Merece la
pena, sin duda, aproximarnos a esas pistas, utilizar lo que en una
entrevista ya al final de sus días denominaba "una caja de
herramientas" para comprender el mundo, sobre todo porque entre
esas herramientas había instrumentos que nos han permitido avanzar
en las luchas contra el patriarcado, desenmascarar comportamientos
clasistas y otras dominaciones cotidianas. Pero no debería hacernos
olvidar la dominación a "escala macro".
Porque por otro lado está un conocimiento que
aportan sobre todo psicólogos, antropólogos y sociólogos (pero
también investigadores de otros campos, como es el caso de la
neurociencia) sobre la tendencia humana a establecer grupos y
configurar su comportamiento y sus relaciones en torno a la
pertenencia a esos grupos, tanto en los ámbitos cotidianos como en
los de mayor escala. El último tramo del siglo XX y el principio del
XXI han traído una disolución social en la que el concepto de clase
ha quedado desvirtuado, y los grupos en los que nos reconocíamos en
el plano político social han sufrido mucho esta disolución. En otro
texto escribíamos sobre el éxito que tuvo el término "casta"
en la campaña electoral de Podemos de la pasada primavera,
precisamente porque venía a aportar alguna categoría reconocible en
la definición de lo político, al señalar al grupo socialmente
dominante: lo que tradicionalmente veníamos llamando oligarquía.
Pero ese término - que necesitará, además, muchos matices y
desarrollos más allá de su explotación electoral - no elimina la
necesidad de recuperar categorías sociales que nos permitan
comprender el espacio que habitamos.
El espacio que habitamos es un espacio de dominio en
el que el grupo de poder está bien definido, funciona como una
maquinaría poderosa y compacta y tiene un proyecto completo. Cierto
es que la crisis viene a introducir muchos problemas en el desarrollo
de ese proyecto, y que existen alternativas que están sabiendo
aprovechar las grietas del sistema para construir un espacio que no
sea de dominio, sino de cooperación y democracia. Pero no por ello
debemos olvidar que la oligarquía sigue ahí, y está cerrando
filas: la muerte del patriarca del Banco Santander, lo revela con
claridad: lo han lamentado públicamente el presidente del Gobierno
del Estado, sus altos cargos, el ex-presidente de un país como
Brasil, los directivos de los grandes medios de comunicación e
incluso los jerarcas de otros grupos financieros que teóricamente
eran sus competidores; El País, el principal diario supuestamente
progresista (sic) del Estado - en un ejercicio de grosera exhibición de su
auténtico interés - ha puesto sus páginas a disposición de todos
ellos para que el lamento y el elogio fúnebre sean públicos y
celebrados. Nos es de extrañar, ha muerto uno de los suyos, y ellos
siempre han tenido claro cual es su grupo. Las y los de abajo
haríamos bien en tenerlo igual de claro.
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