En una conversación sobre las barbaridades que los seres humanos cometemos con los animales no humanos, Desobediencia ecológica expone una serie de experimentos que consisten, por ejemplo, en inducir una enfermedad a un animal para, posteriormente, matarlo y extraerle el cerebro, con el objetivo de comprobar si se han producido cambios neurológicos a raíz de la enfermedad.
En esa misma charla, surge una referencia cinematográfica: en El planeta de los simios, el horror cobra la forma de un mundo en el que la especie dominante se ha adueñado del mundo de tal forma que esclaviza a otra especie, los seres humanos. Y bien, frente a esto, la especie humana, la realmente dominante, no se limita a esclavizar a otras especies: esclaviza a los suyos, esclaviza también a los demás y se permite el lujo de inducir a otros seres vivos enfermedades letales, de matarlos en nombre de la ciencia (¿!) o de hipotéticos avances en la medicina (humana, claro), en una dinámica de desmesura que amenaza con su propia destrucción a fuerza de destruir estúpidamente la casa en la que vive.
Tendremos que reconocer que la distopía cinematográfica, a los ojos de un ser viviente de este mundo, se convierte en un mundo objetivamente mejor que el que hemos construido.
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