lunes, 22 de octubre de 2012

La cultura del vecindario


Nos llegan dos micronoticias, de esas de patio de vecinos, que bien podrían ejemplificar un capítulo de la intrahistoria de nuestro recién nacido siglo XXI. Uno de ellos está protagonizado por una mujer joven, emigrante, madre de tres niños y esposa de un obrero de la construcción en paro. El otro, por un español, también joven, procedente de una acomodada familia. No nos negarán que ambos son prototipos de nuestros días, pero por si están dispuestos a poner en duda su autenticidad, les diremos que en esta humilde redacción podemos dar fe de su existencia real. 

Nuestra primera protagonista, en los primerísimos años del siglo, se suma al sueño castizo de tener casa en propiedad, se acerca a una sucursal bancaria de su barrio y acaba por obtener un préstamo para comprar su vivienda; la hipoteca que firma, no está, sin embargo, ligada a las condiciones que generalmente se incluyen en estas operaciones, si no que depende de un índice financiero que las entidades manejan a su antojo. Poco después, la crisis entra brutalmente en escena, la economía cae en picado, su marido se queda sin trabajo. Paradójicamente, los intereses de su deuda suben sin parar, en línea con el índice bancario al que se ha encadenado. Nuestra protagonista limpia cada vez más casas, más oficinas y más portales.

Vayamos con el protagonista de nuestra segunda historia. El joven finaliza sus estudios universitarios con resultados magníficos, e inicia su carrera profesional con grandes expectativas. Trabaja bien, es inteligente, pero tiene prisa y, un convencimiento, tal vez, demasiado seguro de sus propios méritos. Accede a un puesto de trabajo, da algunas vueltas, hace contactos, recurre a su influyente familia y, cuando todo está a punto, se producen su centro de trabajo un conflicto profesional que enfrenta a la directiva con un grupo de trabajadores. Los directivos acorralan a esos trabajadores, los arrinconan y los desacreditan. Nuestro joven protagonista se alinea sin dudas junto a la dirección frente a sus compañeros. Cuando el conflicto acaba, los trabajadores acorralados están fuera de la organización, despedidos o arrinconados en el último rincón de la empresa. Nuestro joven protagonista obtiene, en premio a su lealtad, un vistoso y bien remunerado puesto. 

Estas poco edificantes historias han impactado en esta redacción. Habitualmente, la reflexión nos lleva a encontrar partes encontradas y enemigos en el gobierno, en la patronal, en los grandes intereses del mercado, pero lo distintivo de estos personajes es que están directamente a nuestro lado. ¿Quién es el trabajador de esa sucursal bancaria que le vendió a nuestra primera protagonista semejante hipoteca? ¿En qué pensaba cuando le presentó, para que los firmara, los papeles de un crédito que la ataba al banco, la condenaba a vivir perpetuamente al borde de desahucio? ¿Qué pasaba por la cabeza de nuestro compatriota cuando se puso en contra de sus propios compañeros en un conflicto que acabó con sus carreras profesionales? Creemos que el impacto de estas historias se debe a que personifica la violencia cotidiana, pero no lo hace en el consejero delegado de un banco, en un ministro o en un magnate: lo hace en un asesor hipotecario que bien podría se amigo nuestro, en un trabajador que podría ser nuestro compañero de oficina, o nosotros mismos. 

El sistema está constituido por ideologías, estructuras, normas, pero las actuaciones concretas, en último término, son realizadas por individuos. Es cierto que en algunos casos nos encontramos, en mayor o menor medida, dirigidos de tal forma que nuestra actuación participa de procesos más grandes que nosotros. Pero lo que produce sorpresa y temor en estas historias es la actuación de personas conscientes que tienen un margen de libertad, y por ello su actuación refleja un envilecimiento colectivo que no corresponde a la superestructura, sino a todos y cada uno de nosotros. 

Bajo esta lectura, las llamadas de aquellos que defienden la necesidad de un cambio que no se quede en lo político y lo económico, sino que alcance lo cultural y lo civilizatorio, pasan a cobrar todo su sentido. Y el sentido de este cambio se nos antoja, además de necesario, urgente.

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