domingo, 5 de agosto de 2012

Sobre la necesidad de una terminología política

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Existe una diferencia que cotidianamente soslayan muchos de nuestros teóricos representantes en la vida política; nos referimos a la diferencia entre democracia y estado de derecho. Mientras el primer término se refiere a una organización que toma como principio fundamental la igual participación de todos los miembros de una comunidad en las decisiones políticas, el segundo solamente implica el imperio de la ley. Obviamente, estas descripciones no son precisas, pero con este esbozo ya se evidencia una diferencia fundamental. Democracia es un concepto que se aplica a todo lo político; Estado de derecho, sin embargo, se refiere al regimen jurídico del estado. Cabe anotar que el estado de derecho tiene un valor de por sí, puesto que afirma una de las bases de la democracia: el imperio de la ley establece, al menos en teoría, la igualdad. Pero sólo la establece formalmente. Sin estado de derecho no hay igualdad: sin estado de derecho, por lo tanto, no hay democracia. Pero democracia y estado de derecho no son la misma cosa, y no hay que buscar muy lejos para encontrar ejemplos con los que convencerse: muchos regímenes totalitarios instauraron un estado de derecho, y sus ciudadanos bien podrían dar cuenta de que la ley se cumplía, bien a costa suya, en muchos casos. La democracia no sólo implica estado de derecho, además exige, entre otras cosas, legitimidad en la toma de decisiones sobre las normas que una sociedad se impone.

Alguien podría pensar que estas son disquisiciones puramente teóricas, y bien puede ser que esté en lo cierto. Pero no deberían serlo. Del baile de términos, de la inconsistencia del discurso político, se aprovechan cada día muchos actores de lo público - y no pocos de los medios que se vinculan a ellos - para justificar actuaciones y posicionamientos injustificables, y salir casi airosos. En el terreno de la indefinición y la ambigüedad ganan quienes tienen los medios para establecer una idea como canónica, para colocarla en el centro del discurso; quienes tienen esta capacidad son quienes ocupan el poder - y, se les ocurre a estos tristes redactores que quienes tienen esta capacidad apuntalan su poder en un terrible círculo vicioso. En política, la duda y la discusión son necesarias y productivas, frente a los patrones de eficiencia técnica y económica.

Si a cualquiera de nosotros - nosotros redactores y lectores - nos preguntaran por la necesidad de las palabras más o menos técnicas que utilizamos a diario tal vez dudásemos ante la extrañeza de la pregunta, pero, si aún a pesar de la duda persistiéramos en el intento de dar una respuesta, es difícil pensar que alguien negara lo imprescindible de esos términos: las palabras configuran la forma en la que nos aproximamos a lo real, determinan el mundo y aíslan las realidades con las que operamos. ¿No será necesaria entonces una terminología en un ámbito en que, como sucede en política, el pensamiento teórico y sus desarrollos prácticos están totalmente unidos? En política, las palabras conforman las ideas, y su indefinición nos parece la indefinición de nuestras ideas

¿Alguien imagina, por ejemplo, que a la crisis la llamáramos crisis de crédito bancario, y no crisis de deuda pública? Si nos permiten una licencia, estamos seguros de que quien no quiere ni siquiera imaginarlo es don Luis de Guindos.

Una indefinición ideológica produce una incapacidad para posicionarse, y nos parece que no hay que ser adivino ni aficionado a las conspiraciones para prever que los poderes fácticos utilizarán - ¿en futuro? - esta situación para perpetuar una ambigüedad haciendo que el lenguaje bascule siempre a su favor. Y serán culpables de esta manipulación. Pero si somos capaces de apropiarnos de nuestro propio discurso estaremos al menos acotando un campo que nos pertenece, y seremos capaces de pensar con palabras que, tal vez, podrían llegar a ser nuestras.

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