En un texto de ética académica leemos:
Conocer los dato no basta para modificarlos. Urge redefinir nuestra actitud hacia el medioambiente, lo cual implica un cambio profundo en nosotros mismos, en nuestras creencias y estilos de vida.
El texto recoge algunos datos irrefutables, dentro de la colección de barbaries científicamente comprobadas que hemos venido realizando sobre nuestro entorno - léase deforestación erradicación de especies, y el largo etcétera al que nos hemos ido haciendo invulnerables mediante mecanismos psicológicos propios de un suicida - y lo hace para abordar la necesaria redefinición de los términos éticos con los que nos manejamos, o, para ser más preciso, con los que se maneja la teoría académica.
Si la ética - disculpen que volvamos a lo evidente: es que nos parece necesario regresar una y otra vez - trata de regular lo lícito y lo ilícito en nuestro comportamiento, entonces, la relación con nuestro entorno, que está poblado de seres tan vivos como los humanos, estará necesariamente incluído en lo ético. Hasta aquí la reflexión, hay que reconocerlo, parece evidente.
Lo realmente llamativo es la nula repercusión que ha tenido este razonamiento en el comportamiento humano. Como en tantos otros casos, los seres humanos nos comportamos como si ciertas verdades lógicas e incluso de hecho no hubieran llegado nunca a nuestro conocimiento. Como en economía, como en política, los cambios de calado se teorizan sin alcanzar ninguna proyección, incluso en aquellos ámbitos, como es tradicionalmente el ecologismo, en los que los teóricos son frecuentemente militantes. Como en economía, como en política, ese "cambio profundo en nosotros mismos, nuestras creencias y estilos de vida", no parece ser posible, o, mejor dicho, se ha demostrado imposible, en nuestra sociedad. Así pues, ¿a quién puede extrañar que el ecologismo sea tachado de antisistema?
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