Es conocida la definición según la cual el Estado
es el monopolio de la violencia legítima. De acuerdo con esto, y en
unos términos muy básicos – que seguramente podrían los pelos de
punta a cualquier sociólogo – un incremento sistemático de la
violencia por parte de individuos o colectivos no estatales sería un
cuestionamiento y un desafío al Estado, en tanto que supondría una
negación de una de sus características fundacionales.
Esta generalización podría darnos una hipótesis
de lectura de los fenómenos que se vienen produciendo, especialmente
en el sur de Europa, en los últimos meses. Podríamos empezar
apuntando a Polanyi, autor de La gran transformación, quien,
en este libro, describe los procesos que llevan a los estados
modernos a configurarse como garantes del desarrollo económico
privado y del flujo de comercio internacional. Este proceso histórico
– siempre siguiendo a Polanyi – acabó desembocando en una
tensión creciente por la formación de bloques que trataban de
controlar, en beneficio propio, el proceso de formación de una
sociedad de mercado. Tensiones que, como bien sabemos, acabaron en
conflictos bélicos, pero además, por el camino, produjeron una
tensión social que hubiera encajado en lo que en otro momentos
hubiéramos llamado lucha de clases – hoy no lo haríamos porque el
vocabulario marxista está oficialmente obsoleto
y también, curiosamente, proscrito.
¿A dónde nos
lleva el camino de Polanyi? Querríamos seguir, a riesgo de que el
lector – improbable lector – se harte del pastiche, con Habermas.
Puede decir el lector que le maltratamos con referencias eruditas o
que le arrastramos sin pedir permiso por senderos poco claros, pero
desde luego no podrá poner pegas a la solvencia de las fuentes.
Sigamos. Afanosos andábamos, efectivamente, tratando de ver a dónde
nos lleva este camino, y de qué nos sirve hacer mirado tan atrás,
cuando alguien de entre nosotros recuerda que, en Ciencia y
técnica como ideología, Habermas
aborda, aunque sea de forma tangencial, el proceso que hasta ahora
nos viene ocupando, y nos cuenta que una tendencia evolutiva
fundamental en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial es,
precisamente, “el crecimiento de la actividad intervencionista del
Estado tendente a asegurar la estabilidad del sistema”. Según
Habermas, este proceso se configura tras la caída de las fórmulas
de legitimación del capitalismo liberal y ante la imposibilidad de
recuperar las viejas de justificación del poder, lo que obliga al
Estado a establecer “correctivos estatales que supusieron una
política social estabilizadora del ciclo económico”. Habermas,
que en este ensayo no trata de estudiar las consecuencias políticas
y sociales de estos fenómenos, no alude a la cuestión del orden
social, pero parece que podríamos, sin forzar en exceso la
interpretación, extrapolar la estabilización económica y política
del sistema al orden social. Al fin y al cabo, el capitalismo, si
bien se dirige explícitamente a lo económico, se proyecta
nítidamente sobre lo social.
Si aceptamos estas líneas
maestras que ya nos van llevando de lo histórico a lo social por el
camino de la estabilidad del sistema, podríamos concluir que los
excesos del capitalismo llevaron a un conflicto de clases y una
tensión entre Estados que se demostraron insostenibles y obligaron a
introducir los mencionados “correctivos estatales” que equilibran
el sistema. No entraremos aquí a elucubrar sobre qué tuvo más peso
en todo esto, si la voluntad de las clases que controlan el capital –
que vieron peligrar el sistema e hicieron concesiones para mantenerlo
– o la presión de los trabajadores ante la cosificación y la
miseria que se les venía encima, pero parece claro que es el
conflicto, la violencia – o la posibilidad de que ésta surja –
lo que lleva, de una u otra forma, al reequilibrio del sistema,
ajustando las relaciones para que los miembros implicados den su
conformidad.
Muchos economistas
críticos afirman que lo que está sucediendo desde hace treinta o
cuarenta años, desde que la famosa dupla Reagan-Tatcher pusiera en
marcha los procesos de desregulación económica y financiera más
importantes desde la Segunda Guerra Mundial, es un golpe definitivo
al Estado de Bienestar mediante una traslación de recursos públicos
a manos privadas, es decir, del común al capital, y una eliminación
de los mecanismos de compensación que los Estados europeos habían
garantizado. Si aceptamos las tesis de Polanyi y Habermas y las
aplicamos a esta última parte del siglo XX y primera del XXI,
estaríamos ante una destrucción del equilibrio social que sustenta
el sistema. Si aceptamos, además, nuestra tesis inicial sobre el
monopolio de la violencia y el desafío al Estado, estaríamos ante
un momento de fenómenos contestatarios que rechazan la legitimidad
de los poderes dominantes, o, dicho en otros términos, que le niegan
su conformidad. Los hechos de protesta adquieren, bajo este punto de
vista, una proyección más importante de la que a veces se les está
dando: no se trata de descontentos, frustrados, si no de personas y
colectivos que se posicionan abiertamente contra el poder. Por
supuesto, hay que introducir un matiz muy importante, y es que hasta
ahora, en la mayor parte de los países europeos se han producido
protestas, pero el índice de violencia contenido en estas acciones
no ha sido, afortunadamente, globalmente relevante. Es decir, la
balanza aún no ha basculado de extremo a extremo. La cuestión que
se plantea es ¿llegaremos a ese momento?
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