lunes, 24 de septiembre de 2012

Violencia y conformidad


Es conocida la definición según la cual el Estado es el monopolio de la violencia legítima. De acuerdo con esto, y en unos términos muy básicos – que seguramente podrían los pelos de punta a cualquier sociólogo – un incremento sistemático de la violencia por parte de individuos o colectivos no estatales sería un cuestionamiento y un desafío al Estado, en tanto que supondría una negación de una de sus características fundacionales.


Esta generalización podría darnos una hipótesis de lectura de los fenómenos que se vienen produciendo, especialmente en el sur de Europa, en los últimos meses. Podríamos empezar apuntando a Polanyi, autor de La gran transformación, quien, en este libro, describe los procesos que llevan a los estados modernos a configurarse como garantes del desarrollo económico privado y del flujo de comercio internacional. Este proceso histórico – siempre siguiendo a Polanyi – acabó desembocando en una tensión creciente por la formación de bloques que trataban de controlar, en beneficio propio, el proceso de formación de una sociedad de mercado. Tensiones que, como bien sabemos, acabaron en conflictos bélicos, pero además, por el camino, produjeron una tensión social que hubiera encajado en lo que en otro momentos hubiéramos llamado lucha de clases – hoy no lo haríamos porque el vocabulario marxista está oficialmente obsoleto y también, curiosamente, proscrito.


¿A dónde nos lleva el camino de Polanyi? Querríamos seguir, a riesgo de que el lector – improbable lector – se harte del pastiche, con Habermas. Puede decir el lector que le maltratamos con referencias eruditas o que le arrastramos sin pedir permiso por senderos poco claros, pero desde luego no podrá poner pegas a la solvencia de las fuentes. Sigamos. Afanosos andábamos, efectivamente, tratando de ver a dónde nos lleva este camino, y de qué nos sirve hacer mirado tan atrás, cuando alguien de entre nosotros recuerda que, en Ciencia y técnica como ideología, Habermas aborda, aunque sea de forma tangencial, el proceso que hasta ahora nos viene ocupando, y nos cuenta que una tendencia evolutiva fundamental en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial es, precisamente, “el crecimiento de la actividad intervencionista del Estado tendente a asegurar la estabilidad del sistema”. Según Habermas, este proceso se configura tras la caída de las fórmulas de legitimación del capitalismo liberal y ante la imposibilidad de recuperar las viejas de justificación del poder, lo que obliga al Estado a establecer “correctivos estatales que supusieron una política social estabilizadora del ciclo económico”. Habermas, que en este ensayo no trata de estudiar las consecuencias políticas y sociales de estos fenómenos, no alude a la cuestión del orden social, pero parece que podríamos, sin forzar en exceso la interpretación, extrapolar la estabilización económica y política del sistema al orden social. Al fin y al cabo, el capitalismo, si bien se dirige explícitamente a lo económico, se proyecta nítidamente sobre lo social.


Si aceptamos estas líneas maestras que ya nos van llevando de lo histórico a lo social por el camino de la estabilidad del sistema, podríamos concluir que los excesos del capitalismo llevaron a un conflicto de clases y una tensión entre Estados que se demostraron insostenibles y obligaron a introducir los mencionados “correctivos estatales” que equilibran el sistema. No entraremos aquí a elucubrar sobre qué tuvo más peso en todo esto, si la voluntad de las clases que controlan el capital – que vieron peligrar el sistema e hicieron concesiones para mantenerlo – o la presión de los trabajadores ante la cosificación y la miseria que se les venía encima, pero parece claro que es el conflicto, la violencia – o la posibilidad de que ésta surja – lo que lleva, de una u otra forma, al reequilibrio del sistema, ajustando las relaciones para que los miembros implicados den su conformidad.


Muchos economistas críticos afirman que lo que está sucediendo desde hace treinta o cuarenta años, desde que la famosa dupla Reagan-Tatcher pusiera en marcha los procesos de desregulación económica y financiera más importantes desde la Segunda Guerra Mundial, es un golpe definitivo al Estado de Bienestar mediante una traslación de recursos públicos a manos privadas, es decir, del común al capital, y una eliminación de los mecanismos de compensación que los Estados europeos habían garantizado. Si aceptamos las tesis de Polanyi y Habermas y las aplicamos a esta última parte del siglo XX y primera del XXI, estaríamos ante una destrucción del equilibrio social que sustenta el sistema. Si aceptamos, además, nuestra tesis inicial sobre el monopolio de la violencia y el desafío al Estado, estaríamos ante un momento de fenómenos contestatarios que rechazan la legitimidad de los poderes dominantes, o, dicho en otros términos, que le niegan su conformidad. Los hechos de protesta adquieren, bajo este punto de vista, una proyección más importante de la que a veces se les está dando: no se trata de descontentos, frustrados, si no de personas y colectivos que se posicionan abiertamente contra el poder. Por supuesto, hay que introducir un matiz muy importante, y es que hasta ahora, en la mayor parte de los países europeos se han producido protestas, pero el índice de violencia contenido en estas acciones no ha sido, afortunadamente, globalmente relevante. Es decir, la balanza aún no ha basculado de extremo a extremo. La cuestión que se plantea es ¿llegaremos a ese momento?

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